Dicen que morimos el día que dejan de amarnos, de pensarnos, de extrañarnos... Son tantos - desgraciadamente - los muertos en vida.
Hay muchas teorías, tantas creencias como personas hay en el mundo. ¿Qué hay después de la vida que conocemos? ¿Qué viene después? Cada credo tiene su relato y cada uno de nosotros, a fin de cuentas, acabamos creyendo lo que queramos creer. Pero si hay un cielo, hoy de las nubes se oye música y los ángeles cantan.
Hoy se cumplen dos años de tu partida, y estoy segura que donde quiera que estés, estás sonriendo. No hay dolor, ni tristeza, ni angustia, ni ansiedad. Estás en paz, armonía y tranquilidad. Sé que desde donde quiera que estés, nos miras, nos cuidas y estás con nosotros cada momento.
Aquí, en cierta forma, se te echa mucho de menos. Son muchas las veces que queremos abrazarte, besarte, oírte. Tu voz era tan dulce... No importaba lo que ocurriese, ni lo terrible que fuese, tu voz lo calmaba todo. No hubo persona que te conociese que no quedase obnubilada con tu dulzura y armonía. La paz que transmitías.
Era imposible no perderse en la inmensidad de esos hermosos ojos verdes. Hoy me doy cuenta que eran verde esperanza, como tu color favorito y el lema de tu vida. Eran tan bellos como el reflejo de tu alma; Lo decían todo. Hablaban de tu cautivadora inocencia, tu bondad infinita, la gratitud inmensa que sentías con la vida. De tu transparencia, nobleza, lealtad... de tu fuerza luchadora.
Echo de menos nuestras tardes de chicas, esos cafés de charlas interminables, los paseos por la playa, nuestras confesiones inconfesables, nuestras risas cómplices, esas llamadas en cualquier momento para contarnos cualquier cosa... hasta la más insignificante.
Echo de menos muchas cosas, muchos momentos... pero no a ti. No se puede echar de menos a quien no se ha alejado, a quien no se ha ido del todo... y tú sigues aquí. En cada cosa que hacemos, cada sonrisa, cada lágrima, cada triunfo...
Me cuesta, a veces mucho, evitar sentirme culpable. Yo estoy aquí, bajo este cielo azul, mientras tú... Me resulta injusto. Es difícil no sentirse mal por haber sobrevivido a la batalla que te venció. Pero cuando eso pasa, recuerdo todas aquellas cosas que me dijiste. Esos mensajes llenos de sabiduría, amor y vida. Pienso en lo feliz que te habrá hecho ver cómo había ido aprendiendo de tus pasos y lo orgullosa que, seguramente, estás de nosotros.
Pienso en las promesas que hicimos y todo aquello que me pediste... Y creo que, aunque siempre todo es mejorable, no lo hice nada mal. Fui aprendiendo de los errores que iba cometiendo, y de todas esas cosas que me enseñaste.
Me pediste que cuidase de Papá y mi hermano, y eso hice... y ellos igual o más a mi. Son mucho más fuertes de lo que imaginabas, pero estoy segura que lo sabes. Papi, cada día más que el anterior, nos regala reflexiones tan profundas que quisiera grabarlas para repetirlas una y otra vez. Seguro que lo ves y te cae la baba... cómo habla de ti, cómo te recuerda y cuánto irradia con sólo pronunciar tu nombre.
Tus amigas recuerdan tu mágica sonrisa y esa risa divertida y contagiosa que recordamos todos. Eso creo que lo heredé de ti... la risa divertida, sonora y contagiosa. Mis amigas recuerdan tu dulzura y armonía. Todas me hablan de la paz que les transmitías y lo mucho que les gustaba y relajaba hablar contigo.
Dicen que mueres el día que dejan de quererte, de pensarte, de extrañarte... pero tú naciste inmortal. Calaste tan hondo el corazón de todos los que tuvimos la fortuna de conocerte, que es imposible olvidarte y más aún, no amarte. Estás en nuestros corazones, nuestros recuerdos, nuestra piel... tatuada en nuestras retinas.
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