De pequeñita, anhelaba la compañía de un compañero de juegos, por lo que un día le pedí a Mamá tener un hermanito. Tuve tanta suerte, que justo al pedirlo, ¡ya estaba en el horno!
Cuando llegó, fue un gran regalo. Me encantaba cuidarlo, tenerlo entre mis brazos, aún siendo yo también una pitufita. No me cansaba de mirarlo... era tan guapo, pequeñito, tierno; Era mi tesoro, sentía que debía protegerlo del mundo. Era, en cierta forma, mi muñequito. Ése que paseas en el carrito, le das biberones, cambias los pañales y estrechas fuerte entre tus brazos.
Su llegada también implicó aprender a compartir... Compartir el espacio, la atención y los mimos. Ya no todos los regalos eran para mi, ni miradas enternecidas de todos los que venían a casa o los amigos de la familia. Tampoco los halagos... Y supongo que, aunque probablemente me haya sido difícil, no lo recuerdo. Sólo recuerdo esa emoción tan grande que ha invadido mi ser desde que él llegó: amor.
Conforme fue creciendo, dejó de ser mi muñequito para ser mi compañero de juegos y travesuras. Cuantas tardes jugando a las muñecas y los carritos, haciendo desastres en la cocina, inventando capas para que los muñecos volaran, comiéndonos latas de leche condensada a escondidas (no entiendo cómo no acabado alguna vez en coma glucémico...).
Con los años, además de compañeros de juegos, travesuras, risas y desastres, nos habíamos convertido en los más íntimos e inseparables amigos. No había secretos y sólo una mirada lo decía todo. Era su confidente, su apoyo, su consejera, maestra, cuidadora, su alcahueta pero también a veces su delatora, su guardaespaldas... Como a alguien se le ocurriese hacerle algo, la pagaba caro.
Un día cualquiera volvía a casa, y al llegar encontré un chico alto y musculoso. En un abrir y cerrar de ojos, mi tesoro, mi pequeñín, era un hombre mucho más grande y fuerte que yo. Ese muñequito al que había estado cuidando con tanto mimo, ahora me estrechaba entre sus brazos para protegerme de la crueldad del mundo... Y me sentía tan segura...
El tiempo no pasa en balde para nadie, y con él cada uno de nosotros va tomando su rumbo. Pero hay lazos que no se rompen nunca, ni con el más feroz de los tornados. Decir que no hubo sus más y sus menos, sería mentir. La fuerza del amor verdadero radica en la fortificación de los lazos en los momentos difíciles.
Aún recuerdo cómo se enfadaba cuando discutíamos de pequeños, y cuánto me reía cada vez que me decía "¡Ya verás cuando sea mayor que tú!" Toda la infancia y adolescencia sentí tener que ser su ejemplo a seguir, cometer el mínimo de errores posible, ser la grande, la fuerte, la protectora...
¿Cómo expresar lo que sentía cada vez que lo miraba, recordando todo aquello, y él entonces se había convertido en mi grandullón? Cuantos sentimientos encontrados. Debía seguir siendo la grande y fuerte, pero ahora era él quien salía en mi defensa como todo un verdadero guardaespaldas cada vez que alguien pretendía hacerme daño.
Ha pasado el tiempo y mi pequeño grandullón es todo un hombre hecho y derecho. Ahora somos dos adultos que comparten y divergen en opiniones, ideologías, y pensamientos; que han pasado mil y un batallas, han sido compañeros de juegos y juergas, de amargos llantos y estruendosas risas.
Aprendemos uno del otro, nos apoyamos, nos protegemos, nos cuidamos, nos escuchamos; Nos acompañamos en este maravilloso viaje de vivir... y, por supuesto, lloramos de risa -de tanto en tanto- recordando nuestras travesuras, juergas y secretos.
Sólo quien tenga hermanos puede entender lo que se siente, los lazos tan profundos e irrompibles que tejen. Cuando amas tan profundamente que no hay nada que sea totalmente imperdonable; Cuando no hay distancia ni tiempo que causen mella; Cuando las caídas son sólo el punto de partida, del que de la mano se sale juntos adelante.
No podría imaginar una vida sin ti, Dani, el mejor regalo que Papá y Mamá me han podido dejar.
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