lunes, 18 de abril de 2016

El día que volví a nacer

Viví 30 años creyendo que vivía. Desde niña había aprendido en casa a disfrutar de los pequeños detalles, de esos momentos "simples" que lo son todo... de una sonrisa, un silencio o un café. Quien me conoce sabe que soy positiva, luchadora, alegre, y que si caí 100 veces, me levanté 101. Que no hubo lágrimas sin sonrisa. 

Entonces llegó la caída más fuerte, profunda y dolorosa. Una de mis mejores amigas -haciendo un símil fantástico - dijo que la vida me había tirado al pozo más profundo; Y no sólo había caído, sino que estaba allí de rodillas, en el fondo, hundida en el fango más pantanoso... Y fue justamente ese pozo lleno de fango, lo que he llamado "la gestación". 

Cuando estás inmerso en el fango, como cuando nadas a contra corriente, poco a poco aprendes a mantener la calma. Los movimientos desesperados producto del nerviosismo te hunden más, tanto como cuanto te cansaría nadar de manera descontrolada con la corriente en tu contra... hasta el punto de agotarte, incluso ahogarte. 

Aprendes a soltar lo que llevas encima, liberarte del peso extra que te hunde y agota más. Que es mejor dar pequeños pasos, que dar un paso grande que permita avanzar más un pie, pero hunda aún más el otro. A trabajar con prudencia, permitirte la necesidad de alguna pausa para reponer energías... a "acostarte" de espaldas a él, mirando al sol, y "nadar" cuidadosamente a tierra firme. 

Una vez salida del fango, empezaba el ascenso para salir del pozo. Aquello parecía lo que en escalada llaman "en solo" (vertiente de este deporte en la que el escalador va sin cuerdas ni anclajes; Se vale de su fuerza física y psicológica, y de técnica)... pero no era del todo así. La vida te golpea, pero también te premia. 

En el duro trabajo de escalar aquel muro que parecía no tener fin, encontré en las cuerdas del amor más puro, la sujeción a la vida. Nadie podía tirar de ellas para sacarme, pero me sujetaban... y sólo saber que ellos estaban al otro lado, era mi combustible. 

Hizo frío, estaba oscuro, tuve miedo, y por momentos parecía que no podía más... pero, como en toda gestación, llegaron las contracciones y con ellas el parto. Uno duro, laborioso... pero increíble. No he sido madre, pero puedo decir que -en cierta forma - he dado a luz a la nueva yo. Y a la vez de parturienta, al renacer, lloraba para llenar los pulmones. Llenarlos de aire nuevo, de nuevo. 

Volvía al mismo lugar, con la misma gente, en la misma dimensión... pero todo lucía diferente. No sé si llamarlo sentirse en paz o haber encontrado -de cierta manera - el punto de equilibrio y armonía... pero ahora se ve todo con más claridad, y cada día con más nitidez.  

Viví 30 años creyendo que vivía, pero la muerte me enseñó a vivir. 



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